La secretaria del departamento me miró con asombro cuando le pregunté cuánto se tardaría en llegar caminando al downtown de Charlottesville. No sabía darme una respuesta porque ella no habría recorrido nunca a pie esa distancia y porque ni siquiera concebía que alguien quisiera intentarlo. Era uno de mis primeros días en la Universidad de Virginia y hasta entonces yo siempre me había movido de un lado a otro en el coche de alguien, y mi idea del espacio era tan confusa que me sentía perdido en cuanto me dejaban solo. Un estudiante graduado o un colega servicial me recogían en mi apartamento recién alquilado y me llevaban a hacer la compra, a arreglar papeleos en la universidad, a abrirme una cuenta en el banco, a solicitar un teléfono.
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