El ritmo del blues es el de los pasos y el de los golpes binarios de los trenes antiguos. En los blues salen mucho las caminatas al comienzo del día, los viajes en tren o los viajes a pie siguiendo las vías del tren, down the railroad tracks. Yo echo a andar y me parece que estoy escuchando un blues, con el mismo empeño monótono que da lugar a variaciones inagotables. Eché a andar a la puerta de casa la otra mañana, planeando bajar por Broadway hasta la 82, donde hay un Barnes & Noble en el que esperaba encontrar un libro difícil. Era pronto, hacía sol y viento, fresco, nublados rápidos, torbellinos breves en las aceras que levantaban espirales de pétalos como rachas de nieve, bolsas de basura, papeles de periódico. Bajaba por la acera del oeste y el sol me daba en la cara. Iba viendo el espectáculo habitual de la calle, los pobres, los tenderos, las abuelas con andadores, la gente veloz de mandíbula apretada que sabe a dónde va. También tomaba nota del despierto corporativo en el que poco a poco se convierte Manhattan: cada vez más oficinas de bancos en las esquinas, ocupando a veces la mitad de la manzana, droguerías inmensas de la cadena Duane Reade, que están abiertas las 24 horas, Starbucks clónicos con sus clientes clónicos mirando pantallas. Decía González Ruano, en los primeros sesenta, que los cafés de Madrid iban muriendo uno por uno de cornadas de bancos. Eso les está pasando a las tiendas, a las librerías, a las fruterías coreanas, a las cafeterías baratas de Nueva York.
Llegué a la 82 pero la caminata me había estimulado tanto que decidí no parar. Caminar es un vicio gratuito que se alimenta de sí mismo, un subidón duradero que además tiene excelentes efectos secundarios. Lo que quiere el que camina es seguir caminando. Maniáticamente yo continuaba por Broadway: como atraviesa en diagonal los ángulos rectos de la isla ofrece unos itinerarios de una gran variedad visual. Hacia Columbus Circle me dio hambre y me comí una manzana que llevaba en el bolsillo. Atravesé la zona espesa de los teatros y los turistas, los disfrazados de muñecos o de superhéroes que cobran un dólar por hacerse fotos con la gente. Llegaba la hora del lunch break y como hacía sol los pequeños parques en los cruces de Broadway se llenaban de gente pálida tomando al sol y comiendo sandwiches y ensaladas en recipientes de plástico. En algo más de hora y media había llegado a Union Square, noventa calles más abajo de mi punto de partida. Pero seguí andando, andando, y por fin me rendí al cansancio en un banco de Washington Square, debajo de la estatua de Garibaldi, con los zapatos tan llenos de polvo y tan usados como los de un personaje andariego de un blues. Había músicos, indigentes, saltimbanquis, nubes viajeras cruzando sobre las terrazas y los depósitos de agua en lo alto de los edificios.