Cada primer lunes de septiembre, un clamor de tragedia: en la casa contigua hay una guardería. Dentro de una o dos semanas la situación se habrá apaciguado, y si trabajo con la ventana del estudio abierta oiré de fondo cantos a coro y voces de maestras, discos de canciones infantiles, risas y carreras a la hora del recreo. Pero hoy, desde primera hora, no han parado los llantos, llantos unánimes como balidos y berrinches individuales, llantos de casi bebés con pulmones de poderío tremendo y llantos de niños que por primera vez se separan de los padres, llantos que parecen cesar y que arrecian de pronto, mientras se oyen las voces de las maestras que gritan nombres recién aprendidos, siempre muy semejantes, Álvaro, Alba, Alex, rebasadas por los acontecimientos, como queriendo organizar un naufragio. Y a uno, que también llevó a niños asustados de la mano en la primera mañana de guardería, le da congoja pensar en todos los años escolares que esas criaturas del otro lado del jardín tienen por delante, todos los madrugones con sueño, todos los primeros de curso, a veces con una ilusión cándida de nuevo comienzo, después de esos veranos tan largos de la niñez que equivalen a cambios de época . Y qué furia primitiva de supervivencia en esos llantos, qué abismos de pena.
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