Es verdad lo que se ha dicho aquí sobre la pobre hija de Emma y Charles Bovary: cuando uno vuelve a la novela, al cabo de los años, ese personaje del que ni siquiera se acordaba cobra una presencia amarga, tristísima. Es la historia de una de esas personas que pasan por la vida sin que nadie les haga mucho caso. Cuando Emma fija por un momento su atención en ella la encuentra fea. La nodriza a la que le deja la niña para que la amamante la tiene en el suelo de una choza. El padre viudo, enajenado, estigmatizado socialmente por el adulterio y la muerte escandalosa de su mujer, tampoco está en condiciones de ocuparse de ella. La nieta de un agricultor próspero, la hija de unos padres de clase media provincial, acaba convertida en obrera de una fábrica de hilados. Ese es el poder de las grandes novelas, las que abarcan el mundo como queriendo competir con su variedad y sus ramificaciones infinitas: en esas novelas no hay personajes secundarios, porque nadie es un personaje secundario en la trama de su propia vida. Mientras hilaba en su fábrica o volvía a una habitación pobre después de una de esas jornadas de doce o catorce horas de los obreros del siglo XIX -y los de las fábricas textiles de Bangladesh o Vietnam del siglo XXI-, ¿cómo se acordaría de su madre y de su padre mademoiselle Bovary?
Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.