Yendo con gente que sabe, uno aprende a mirar. Viajo en coche, Castilla arriba, con una pareja de arquitectos. Vamos a ver una villa romana del siglo IV que está cerca de Palencia, pero desde la salida de Madrid ya me están induciendo a ejercer la facultad de mirar de una cierta manera, prestando atención a cada detalle del paisaje, si es que esa palabra puede aplicarse todavía a una gran parte de lo que se ve viajando por España, a esas afueras indeterminadas en las que se disgregan las ciudades. Salir de Madrid es adentrarse o alejarse en una proliferación que ya no es la ciudad pero que tampoco es el campo, y que reúne extrañamente dos formas de desolación que parecerían incompatibles, la de la abusiva presencia humana y la del desierto, la de la novedad sin talento y la ruina sin nobleza. Sobre un páramo sin árboles ni más presencia vegetal que las malezas secas en los arcenes de la autopista se levantan con su monótona vulgaridad las cuatro torres que serán el legado más visible de los años del delirio y la quiebra: en la mañana caliente de julio se parecen más aún a esas torres insensatas de cristal que se hacen construir los jeques en el desierto de Arabia. Carreteras, rotondas, vías de servicio, cruzan el territorio como cicatrices sobre un cuerpo devastado por la cirugía. El término “ordenación del territorio” cobra por estos parajes del extrarradio de Madrid un sarcasmo macabro, muy adecuado a la calaña de los figurones políticos de esperpento que lo administran.
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