El miércoles es el día de más trabajo para mí. Por la mañana, horas de consulta particulares con los estudiantes; por la tarde la clase, con un libro entero por leer, no muy largo, para que pueda ser leído y estudiado y comentado a fondo, sin vaguedad, fijándose en los pormenores, en la textura de lo escrito, en los mecanismos de la narración. Esta semana otra obra maestra no muy conocida, El secreto de Joe Gould, de Joseph Mitchell. Mitchell escribió toda su vida para el New Yorker y guardó un largo silencio en sus últimos años. Iba a la oficina, pero no escribía nada. Quizás murió pensando que había malogrado su carrera de escritor, dedicado solo a aquellas crónicas con las que se ganaba la vida.
Vuelvo a casa muy cansado en el metro a la hora en la que hay más gente por la tarde, entre las seis y las siete, la hora de las multitudes que salen de las oficinas. A todos se nos nota la fatiga en las cara, y el hecho mismo de que seamos tantos, tantas caras multiplicadas en los vagones, en los andenes, en las escaleras, agrava el cansancio particular de cada uno. Pero en ese cansancio también hay algo de absolución: has trabajado, vas a tu casa, puedes tener la conciencia tranquila.
Al salir del metro en la calle 103 miro desde el andén hacia el interior del vagón que todavía no se ha puesto en marcha y veo de pronto una cara familiar que me mira un momento: más bien estaba mirando hacia afuera y sus ojos se han cruzado con los míos. Pero tengo una sensación inmediata de reconocimiento: esa mujer de pelo rojo recogido, de pómulos anchos, de ojos grandes, de frente despejada, de piel muy blanca, es alguien a quien conozco, aunque ahora mismo no sé de qué, con la misma seguridad con que uno sabe que conoce una palabra común que sin embargo parece negarse a surgir en la memoria. El tren se marcha, y yo subo las escaleras hacia la salida, las escaleras que son más empinadas a esta hora de la tarde y entre tanta gente que las sube al mismo tiempo que yo. Dónde he visto esa cara que sigue tan clara en el recuerdo, de qué conozco a esa mujer.
Entonces caigo en la cuenta. Es exactamente una cara que aparece en varios cuadros de Eduard Manet: la cara pálida y pelirroja de la Olympia, la de la mujer desnuda en El desayuno en la hierba, la de la mujer vestida de torero en ese cuadro que hay en el Metropolitan, etc. Mira siempre desde el otro lado del cuadro como debió de mirar a Manet cuando la pintaba, con una mezcla de serenidad e impudor, con algo de burla. En un libro encuentro su nombre: Victorine Meurent. Una doble o una descendiente suya viajaba hoy a la hora punta de la tarde en el metro de Nueva York, y su mirada se ha encontrado con la mía.