En una región remota del noroeste del Pacífico dicen que no para de crecer un gran mar de los sargazos hecho de botellas y de bolsas y residuos de plástico, una plataforma flotante llevada allí por las corrientes marinas desde los litorales de todos los continentes, formando poco a poco un gran continente de basuras en el que peces y pájaros quedan atrapados, y en el que los veleros encallan sin poder avanzar. El envoltorio de un helado que te tomaste en la playa hace diez años puede estar allí, y también la cucharilla de plástico que tiraste en la arena después de chuparla distraídamente por última vez; la bolsa de plástico en la que llevaste la merienda puede haber asfixiado a una tortuga o a una foca. La botella de agua que ni siquiera terminaste de beber y arrojaste al río mientras dabas un paseo navegará por los mares durante al menos quinientos años, llevando en sí misma el mensaje de una frívola inconsciencia cuyo precio cada uno de nosotros está empezando a pagar.
¿Cuántas bolsas de plástico usamos y tiramos cada día, a lo largo de una semana, en todo un año? En el Museo de Historia Natural de Nueva York han hecho cuentas: el petróleo empleado en fabricar 10.000 bolsas de plástico produce diecinueve toneladas de dióxido de carbono. La cifra la he aprendido visitando en este museo tan querido para mí una exposición sobre el cambio climático que está llena de imágenes y de informaciones reveladoras, pero que lo deja a uno con una cierta sensación de esperanza, aunque también de responsabilidad. De responsabilidad individual, intrasferible, ajena a las grandes declaraciones, al énfasis de los principios. En los países muy verbosos como España y con poco nervio civil estamos acostumbrados a tranquilizarnos la conciencia con palabras y a descargar sobre otros tanto las culpas como los remedios. Es en parte una herencia de las generaciones muy ideologizadas que nos formamos en el antifranquismo, y que compensábamos la insignificancia práctica de nuestra oposición a la tiranía con la grandilocuencia de nuestros horizontes utópicos. Éramos estudiantes asustados que nos reuníamos para conspirar en un rincón del bar de la facultad pero planeábamos derribar no sólo la dictadura de Franco sino todo el sistema capitalista. Admirábamos a militantes veteranos que dedicaban su vida a luchar por la libertad pero que tal vez se irritaban si al llegar a casa por la noche su mujer no les tenía preparada la comida. Iluminados por el resplandor del porvenir, no veíamos las mezquindades de nuestras vida reales.
Si algo he aprendido de verdad al ir haciéndome mayor es esto: las palabras son gratis y casi todos los principios pueden ser nobles; de modo que juzgo a las personas, a mí mismo incluido, por lo que hacen y no por lo que dicen, y doy más valor a un acto en apariencia mínimo que a una caudalosa declaración de principios. Las grandes palabras de liberación prometen el paraíso sobre la tierra y sólo traen consigo desastres y matanzas. Los peores enemigos del mundo son con frecuencia los que se presentan como sus salvadores. Al mundo lo salvan cada día personas que llevan a cabo decisiones modestas en el ámbito de su trabajo o de su vida privada. He ido a ver la exposición sobre cambio climático en el Museo de Historia Natural al día siguiente de la victoria electoral de Barack Obama: se me ocurre de pronto que este hecho que ha resonado en el planeta entero no habría sido posible sin una hazaña mínima que ocurrió en un autobús de Montgomery, Alabama, el 1 de diciembre de 1955, cuando una costurera negra, Rosa Parks, se negó a levantarse para cederle el sitio a un pasajero blanco.
Un acto simple de coraje, de entereza, de conciencia, nunca es inútil. Cada uno de los millones de piezas de plásticos que ahora mismo giran muy lentamente en el remolino de basuras del noroeste del Pacífico es el resultado de la decisión de alguien, no sólo de un sistema de producción y consumo insensato que está por encima de todos nosotros y contra el que es imposible hacer nada. La imagen más poderosa de la exposición es la de un oso polar intentando abrirse paso entre una montaña de desechos de nuestra vida cotidiana, envases, motores desguazados, ruinas de aparatos de música, de lavadoras, de ordenadores. No deseamos renunciar a esas invenciones sin las cuales no es imaginable para nosotros la vida, ni a la energía que hace posible su funcionamiento, pero lo que nos lleva al desastre no es la necesidad, sino el despilfarro y el descuido, y por lo tanto es posible remediarlo.
La solución no está en un regreso a un paraíso anterior a la tecnología, entre otras cosas porque nunca existió. Son tecnologías cada vez más sofisticadas y decisiones políticas globales las que nos permitirán disponer cada vez más de energía limpia, pero cada minuto del porvenir de los que vengan después de nosotros depende de nuestros actos mínimos de ahora: apagar la luz al salir de una habitación, ir al mercado con una gran bolsa de lona, cubrir con una caminata enérgica esa distancia en la ciudad para la que no hace falta coche, tomar el autobús. Ya sabemos que tomar un autobús puede tener grandes consecuencias…