Lo más triste del colapso ambiental que vamos a legar sin remedio a nuestros descendientes es que no habrá sido causado por la necesidad, sino por el despilfarro y el capricho. Lo pienso al quedarme helado casi instantáneamente en un vagón del metro de Nueva York, donde un chorro polar de aire acondicionado me ha hecho tiritar unos momentos después de creer que me derretía en el sofoco del andén. El clima de Nueva York tiene fama de extremo, de fríos árticos y calores irrespirables, pero las temperaturas más difíciles de soportar no son las que uno desafía en la calle, sino las que encuentra en los lugares cerrados, en el interior de un coche, en un apartamento o en una sala de cine. En Estados Unidos cualquier noción de austeridad desapareció con el final de la Gran Depresión, borrada por la prosperidad formidable que ha venido durando desde los años de la posguerra. Las estadísticas dicen que el 40% de la energía del mundo se consume en los Estados Unidos, y aunque las cifras siempre son abstractas sólo es necesario pasar unos días en el país para quedarse abrumado por una escala de despilfarro que yo no he visto en ningún país europeo, ni siquiera en la atolondrada España. La intemperie de un día ventoso de enero en Nueva York puede ser mortífera, pero siempre será más soportable que el calor de la calefacción en el interior de una casa. En una gran parte de los edificios las calefacciones centrales las alimentan anticuadas calderas de gasóleo que por algún motivo no pueden ser reguladas. El calor es tan fuerte que en muchos casos salta de manera automática el aire acondicionado. En mi casa utilizamos el procedimiento más artesanal de dejar abiertas las ventanas, porque de otro modo anda uno mareado todo el día, y se despierta empapado de sudor en mitad de la noche.
El frío de enero se aprende a combatir en la calle forrándose uno de calzoncillos largos, leotardos, gorros, guantes, calcetines de lana. Contra el frío de los aires acondicionados no hay remedio ninguno. Una vez yo me subí en un autobús una tarde de agosto y tuve que bajarme en la siguiente parada asustado por la posibilidad de atrapar una pulmonía. Y lo más curioso de todo es que en América nadie parece concebir que haya periodos de transición a lo largo del año en los que no sea imprescindible una regulación artificial de la temperatura: o está en marcha la calefacción o el aire acondicionado, a no ser que, como apunté más arriba, funcionen las dos, consumiendo alegremente electricidad y petróleo; una electricidad más sucia que el humo de los coches, porque procede de centrales alimentadas de carbón, de una tecnología obsoleta, adecuada a los intereses de las grandes corporaciones eléctricas y mineras que subvencionaron generosamente las campañas del presidente Bush y de un número notable de congresistas y senadores, asegurándose así de que no se aprobarían leyes exigiendo mínimos controles.
En Estados Unidos se puede ser ecologista y practicar el despilfarro energético con la misma tranquilidad con que un paleto republicano conduce su camioneta Hummer gastando más gasolina que en los años setenta. En Starbucks se ve a personas de aire alternativo que se llevan su café en un recipiente de papel tan reciclado como las servilletas. Pero para ir a comprar ese café con la conciencia tranquila y hasta con cierta satisfacción de practicar el comercio justo, el cliente de Starbucks muchas veces recorre kilómetros en su coche, llevando el aire acondicionado a una temperatura tan baja como la que encontrará en el local, y dejando tras de sí un rastro de residuos que se habría ahorrado tomándose la simple molestia de hacerse el café en casa y beberlo en una taza de porcelana, quizás dejando las ventanas de la cocina entornadas para disfrutar del fresquito matinal. En los Starbucks, por cierto, se venden botellas de medio litro de un agua sugestivamente bautizada Ethos, que le permiten a uno aliviar la sed, sentirse moderno y a la vez colaborador en una causa justa, porque con esas botellas se ayuda a financiar proyectos de suministro de agua potable en el Tercer Mundo. Pero son botellas tan grandes que uno acaba comprando más agua de la que necesitaba, y por lo tanto despilfarrándola, y el plástico con el que están hechas tendrá una duración aproximada de quinientos años, por no hablar del gasto de electricidad necesario para mantenerlas tan refrigeradas que la garganta le dolerá a uno al primer trago. ¿No sería más ecologista llevar uno su vaso o su botella y llenarlos de agua del grifo, que en ningún caso será más tóxica que el agua embotellada?
El New York Times informaba el otro día, no sin cierto asombro, de esa tarjeta que en los hoteles europeos permite que la corriente eléctrica se apague en una habitación cuando el cliente la abandona. Parece que en América hay hoteleros concienciados, o al menos ahorradores, que planean adoptar esa innovación, pero las resistencias son muchas: a la gente le gusta volver a su habitación y encontrar las luces encendidas y el aire acondicionado en marcha. ¿Quién está dispuesto a tolerar la incomodidad de que pasen unos minutos antes de que la habitación tenga una temperatura de interior de frigorífico? A nuestros nietos no les hará mucha gracia la pregunta.