¿Qué tienen en común la costumbre universal de vestir pantalones, la conquista española de los imperios inca y azteca, el sonido de los violines en una orquesta, la leyenda de los centauros, los libros de caballerías? Según una exposición que puede verse este verano en el Museo de Historia Natural de Nueva York, el hilo común entre los pantalones, la conquista de América, los instrumentos de cuerda, los centauros y la literatura medieval es el caballo, cuya presencia ha tenido una influencia tan profunda y tan universal en el mundo que no parece haber hecho histórico ni circunstancia cotidiana que de algún modo no estén vinculados a él. Los pueblos nómadas a los que griegos y romanos llamaban bárbaros vestían pantalones para montar a caballo; sin los caballos ni Hernán Cortés ni Francisco Pizarro habrían podido prevalecer sobre ejércitos mucho más numerosos que los suyos; los instrumentos de cuerda frotada tienen su origen en las culturas de Asia Central que lo obtenían todo del caba llo, incluidos los recios pelos de la cola con la que trenzaban las cuerdas; los centauros de la mitología pueden tener su origen en los escitas a caballo a los que se enfrentaron despavoridos algunos habitantes de la Grecia primitiva (los soldados aqueos se esconden en el interior de un caballo de madera frente a las murallas de Troya, pero los héroes luchan a pie). Y la idea medieval de la nobleza está tan vinculada al caballo que no sólo los libros que enloquecieron a don Quijote de la Mancha se llamaban de caballerías, sino que aún hoy, cuando casi ninguno de nosotros tiene trato con esos hermosos animales, a todos nos llaman caballeros cuando nos indican el lugar de un establecimiento público en el que podemos aliviarnos la vejiga.
Un galope de caballo resonando sobre la tierra dura o sobre adoquines despierta en nosotros la resonancia inmediata de la aventura. La civilización humana habría sido completamente distinta sin los caballos, pero el sonido de sus cascos ha existido en el mundo desde mucho antes de que nuestra especie empezara a pisar en él. En el Museo de Historia Natural, donde suelo pasar tantas horas provechosas y felices, hay esqueletos de caba llos de hace 50 millones de años que no son mayores que pe rros medianos, y tan sólo unas salas más allá fotografías de caballos trági camente desventrados en la I Guerra Mundial o reventados de agotamiento en una calle de Nueva York de principios del siglo XX. Las cifras pueden ser de pronto abrumadoras: hacia 1900 había en la ciudad 130.000 caballos, que producían cada uno entre diez y veinte kilos de estiércol diarios, de modo que nuestra habitual tentación ecologista de imaginar que todo tiempo pasado fue mejor queda refutada por una pesadilla de toneladas de estiércol, ríos de orina y cadáveres de animales que se derrumbaban muertos, explotados hasta su aliento final.
El caballo, tal como lo conocemos, es en gran parte el resultado de una domesticación que no tiene más de seis mil años de antigüedad, pero si los seres humanos lo han modificado mediante la crianza para someterlo a sus necesidades, también puede decirse que la presencia del caballo nos ha moldeado a nosotros. La seda, el papel, la pólvora, nos vinieron de China: pero las rutas terrestres por las que circuló Marco Polo eran las que habían abierto y hecho seguras las conquistas de Gengis Khan, cuya amplitud inconcebible se basaba exclusivamente en la velocidad y la fortaleza de los pequeños caballos que cabalgaban los mongoles. El caballo se alimenta de hierba, pero no necesita reposar para digerirla. Hasta hace poco más de siglo y medio el caballo ofrecía la forma más rápida de transporte terrestre. Uno de los objetos más impresionantes que pueden verse en la exposición es una especie de medallón de bronce con extraños signos inscritos sobre él: es un salvoconducto que permitía a un viajero en el siglo XIII ir de un lado a otro del imperio mongol. Algunas de las primeras imágenes pintadas y esculpidas son de caballos: manadas deslizándose en un galope fantasma por las paredes de una cueva, un caballo saltando tallado en el cuerno de un ciervo.
Su silueta grácil se repite a través de los siglos, galopando siempre en la imaginación humana, en Altamira o en una talla de Mongolia o en uno de esos escudos muy pulidos de piel de bisonte que decoraban los indios de las grandes praderas de América del Norte. Los caballos son presencias sagradas, muestras de riqueza y de supremacía, juguetes conmovedores de niños: se ven muy claros, recorriendo estas salas, algunos rasgos invariables de la naturaleza humana, enternecedores o temibles: un caballo de juguete hecho con trapos viejos y papel plateado en Afganistán hace sólo treinta años tiene algo de los caballos inmemoriales de Oriente. Un caballo hecho con piezas de Lego en el fondo no es muy distinto de otro de latón que se parece a los que teníamos los niños españoles a mediados del siglo pasado, o a los que le tallaban a un niño sioux, que empezaría a montar en un caballo de verdad casi en cuanto dejara de gatear. Sólo un caballo me fal ta en esta exposición enciclopédica: el pobre jamelgo Rocinante, gracias al cual nuestro don Quijote pudo verse a sí mismo como un héroe.