Cinco años después de la primera llegada de los astronautas a la Luna, uno de ellos, Michael Collins -el que no llegó a pisarla- publicó un libro de memorias que quizás sea el mejor de toda la extensa literatura que se ha ido acumulando a lo largo de más de treinta años sobre aquel proyecto Apolo. Un proyecto que en la época parecía el primer paso de una gran aventura a punto de comenzar y que acabó en nada muy poco después, entre la indiferencia pública, las restricciones presupuestarias y los simples caprichos de la moda. Durante algo menos de veinticuatro horas, entre el domingo 20 y el lunes 21 de julio de 1969, Michael Collins permaneció solo en el módulo de mando de la nave Columbia, girando en una órbita circular a cien kilómetros sobre la superficie de la Luna, mientras sus dos compañeros, Neil Armstrong y Buzz Aldrin, iban y volvían de su breve viaje a la llanura pedregosa del Mar de la Tranquilidad en un extraño módulo de aterrizaje con patas articuladas de cangrejo o de insecto que parecía forrado chapuceramente en papel de aluminio. A más de 300.000 kilómetros de distancia de la Tierra, separado de sus compañeros a los que no estaba seguro de volver a ver, Michael Collins estuvo más solo que ningún otro ser humano en toda la historia de la especie. Cuando su pequeño módulo espacial pasaba en su órbita hacia el otro lado de la Luna, durante 48 minutos cada hora y media el astronauta se quedaba sumergido en un silencio tan absoluto como la oscuridad exterior, porque la masa del satélite impedía las transmisiones de radio.
Pero Collins no era un hombre propenso al sentimentalismo, ni a hacer literatura de su experiencia. Por eso son más poderosas todavía las páginas de su libro, Carrying the Fire, en el que deja a un lado parcialmente el pudor para contar sus sensaciones más hondas. Va por la calle a veces, cuenta, y piensa de pronto que sus ojos han visto lo que no ha visto nadie más en el mundo. Ha visto la Tierra desde muy lejos, sola en medio de una negrura sin estrellas, y el recuerdo de esa visión que cambió su vida no lo ha abandonado nunca.
La Tierra, vista desde la órbita de la Luna, es una esfera reluciente del tamaño de una pelota, velada a medias por la sombra que separa el día de la noche, mucho más luminosa que la Luna llena, porque la luz que viene de la Luna sólo está reflejada por rocas y llanuras de ceniza, mientras que en la Tierra relumbran la atmósfera, el agua de los océanos, las nubes. Desde esa distancia Michael Collins veía el planeta como un lugar pequeño, casi íntimo, aislado por completo en medio de un espacio sin límites, y se preguntaba cómo era posible que ese espacio tan reducido estuviera cruzado de fronteras, marcado por límites inviolables, tan obscenos como cicatrices.
Pero la sensación de la belleza no era más intensa que la de fragilidad. La Tierra, dice Collins, cuando caminamos sobre ella, nos parece firme, inmutable, tan sólida que nada puede dañarla. Pero desde la lejanía de la órbita lunar, el planeta le provocaba a Michael Collins un sentimiento casi alarmado de fragilidad, como si más que una esfera de roca fuese una pompa trémula y brillante de jabón, una bola translúcida, como esa gota redonda de agua que se desliza sobre la hoja ancha de una parra y que no va a durar más de un segundo sin evaporarse. Y entonces le resultó intolerable pensar en manchas inmundas y masivas de petróleo ensuciando los océanos, en columnas de humo negro envenenando la atmósfera, en cordilleras infames y desfiladeros de basuras.
Michael Collins publicó su libro en 1974. En esa época las ideas sobre ecología y la alarma sobre la degradación del medio ambiente estaban empezando a llamar la atención más allá de algunos grupos de científicos y de partidarios del naturismo y la contracultura. Treinta y un años después el sentimiento de fragilidad que él tuvo se ha revelado como una profecía, y los signos de la degradación que entonces apenas advertía nadie ahora ocupan con frecuencia las primeras páginas de los periódicos: los glaciares que retroceden y desaparecen, la ruina de los arrecifes de coral, la desaparición de islas del Pacífico anegadas por la subida del nivel de los océanos, la multiplicación de huracanes cada año más apocalípticos. En los mismos días en que yo leo aquel libro de Michael Collins viene la noticia del fracaso de la cumbre sobre el medio ambiente de Montreal, en la que de nuevo Estados Unidos y China se niegan a aceptar cualquier límite a sus emisiones de gases tóxicos. Quién sabe cómo verán la Tierra los astronautas que dentro de dos o tres generaciones vuelvan al espacio.