Yendo y viniendo

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Vine hace dos meses justos en la víspera de una gran tormenta de nieve y me marcho en un domingo de efervescencia entre botánica y teológica, con las calls llenas de sol y de gente festiva y los almendros y los cerezos floreciendo. Vine a NY con una maleta en la que habían sobre todo cuadernos escritos o a medio escribir y con el portátil en la mochila. He vivido dos meses de pleno retiro. H caminado durante horas por las mañanas y por las tardes me he encerrado a escribir junto a una ventana desde la que se ve una acera y un ginkgo al que todavía no le brotan las hojas. He visto apenas a dos o tres amigos. He ido a tres o cuatro conciertos nada más. Anoche, eso sí, me despedí a lo grande en Smoke, escuchando al sexteto de Orrin Evans, un pianista con mucho tirón de blues y mucha sutileza poética. No he dado ninguna charla, no he participado en ningún acto público. De vez en cuando, para disipar la melancolía, me he hecho un arroz caldoso con verduras y coliflor, o un marmitako, o unas lentejas. He avanzado mucho en un proyecto complicado que requiere una concentración máxima, una dedicación entera y exclusiva. Esta mañana me he dado un largo paseo de despedida, aprovechando el regalo del sol y la templanza, en esta ciudad en la que el clima cambia todos los días y casi siempre para mal. En estos dos meses me ha dado tiempo a experimentar todas las adversidades atmosféricas posibles. Mañana sube la temperatura de golpe y estallarán por todas partes la flores, y la ciudad inhóspita de hace solo unos días será un recuerdo confuso. En el metro y en los autobuses pondrán el aire acondicionado a una temperatura polar y eso será el comienzo de las inclemencias veraniegas, que también tienen lo suyo.

Yo no estaré para verlo. La vida de aquí se termina, y por ahora va terminando bien. Me voy con la misma maleta, con más cuadernos todavía, y con un libro en el que parece que va perfilándose el tramo final. Da mareo pensar en todo lo que he trabajado aquí a lo largo de estos años, todo lo que he escrito, todo lo que he visto, aprendido, caminado, toda la música, las dulces horas de la vida en común. Hace bastantes años, cuando el poeta Dionisio Cañas iba a marcharse de la ciudad, después de media vida aquí, hubo una fiesta de despedida en el taller del escultor Leiro. Nos dijo Dionisio, contento de marcharse y también algo melancólico por la despedida: “Nueva York es una ciudad para ser joven, no para hacerse viejo”. Elvira dice que cuando vienes a vivir a ella te rejuvenece y con el paso de los años te puede acelerar el envejecimiento. La vida cotidiana exige aquí mucha más energía física que en España, y que en muchos sitios de Europa. Una cosa que entristece de los europeos, mirando desde aquí, es la poca conciencia que tienen de las ventajas de su ciudadanía. Todo eso sin añadir el horror de Trump y los suyos. Mi amigo Gonzalo, que lleva toda la vida aquí y tiene doble nacionalidad me dijo hace poco que había vuelto a pedir el pasaporte español. Mis amigos de origen sefardí llaman al consulado de España para enterarse de los trámites de adquisición de la nacionalidad. Lo hacen un poco en broma, por razones sentimentales, pero lo hacen. En España hay un triste impulso autodestructivo, en el que se desperdician fuerzas que serían muy necesarias para las tareas de verdad imprescindibles. Una de las cosas fundamentales que he aprendido en todos estos años en Estados Unidos es el valor de la ciudadanía española, fortalecida por la ciudadanía europea. A pesar de todo. A pesar de todos los pesares.

Esperando el coche que vendrá a recogerme para ir al aeropuerto paso mis últimos minutos asomado a esta ventana junto a la que me he sentado a escribir todas las tardes de estos dos meses.