Que no decaiga

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En el aquelarre informativo del verano, después de las dosis de sanfermines, incendios forestales, Aznar poniendo cara de Winston Churchill en Melilla, cuadrillas sanotas de mozos beodos martirizando a toros con antorchas en los cuernos, etc, no podía faltar el espectáculo de la llamada tomatina , esa tradición -inmemorial, como todas, incluso las que se inventó algún concejal de cultura hace cinco años, y ya son sagradas- que tanto contribuye a mejorar nuestra imagen en el mundo, y que es más admirable todavía en tiempos de crisis, y de conciencia creciente de la necesidad de administrar con austeridad y justicia los recursos limitados del planeta. La fiesta, como tantas brutalidades parecidas, la organiza un ayuntamiento. Al parecer se lanzan cien mil kilos de tomates, con gran jolgorio de la población local y de los turistas que acuden al reclamo de ese acontecimiento lúdico-cultural.

Habría que calcular la cantidad de agua, de fertilizantes, de pesticidas, que ha hecho falta para cultivar esos cien mil kilos de tomates. Habría que saber qué parte del presupuesto municipal se ha invertido en la fiesta, en comparación con servicios más anticuados y menos mediáticos, como limpieza, bibliotecas públicas, parques, guarderías. Y no me hace ninguna falta imaginar el reflejo que esta noble fiesta estará teniendo en periódicos y televisiones internacionales, que una vez más presentarán España como un sitio pintoresco y bárbaro, adecuado para pasar vacaciones baratas y alcohólicas pero poco serio, un país de juerguistas, toreros, nobles pistoleros con capuchas.

Me acuerdo de la emoción que sentimos muchas personas progresistas cuando se celebraron en España las primeras elecciones municipales: los ayuntamientos democráticos serían el fin de la roña franquista y de la especulación, establecerían en las ciudades normas urbanísticas justicieras y civilizadas, que ampliaran los espacios públicos, que preservaran el patrimonio tan dañado por la ignorancia y la codicia de los alcaldes patanes de la dictadura, que inauguraran formas nuevas de crecimiento y convivencia. Dan risa esos sueños, viendo treinta años después en qué se han convertido nuestras ciudades, la mezcla de especulación, negligencia, venalidad, demagogia, abierta brutalidad, que los ayuntamientos han propiciado. Al menos no estoy fuera de España y no tengo que pasar la vergüenza de ver esas fotos de gente chapoteando en caldo de tomate en un noticiario americano, o en el New York Times, a todo color, el color rojo tan llamativo de las imágenes de España.