Sueño con mucha frecuencia que estoy perdido. He vuelto a una ciudad en la que viví, en la que estuvo duraderamente mi casa, pero no encuentro el camino hacia ella, y según avanzo me voy perdiendo más, acosado por callejones y obstáculos, escalinatas de vértigo sobre espacios vacíos, túneles de metro cegados por derrumbes. Puede que llegue por fin a la casa, pero entonces caigo en la cuenta de que he perdido las llaves, o descubro, asomándome a una ventana, o a la puerta de un jardín, que la casa está habitada o ha sido usurpada por desconocidos, y que en ella no queda rastro alguno de mí ni de mi familia. El extravío espacial se corresponde con la distorsión del tiempo. En un cuento de brevedad y maestría suprema, El nadador, John Cheever cuenta la historia de un hombre de constitución vigorosa que una mañana de domingo en verano decide medio en broma volver a su casa cruzando a nado las piscinas de los vecinos de su urbanización. En lo que él piensa que han sido apenas unas horas, su vida entera se consume: de la mañana calurosa al frío del atardecer, del verano al otoño, de la plenitud física al escalofrío de la decadencia. En la casa que abandonó por la mañana no queda nadie.
Un sueño de regreso
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