Gente sin escrúpulos

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Sarah Wynn-Williams estaba trabajando en su escritorio, en la oficina de espacios abiertos donde todo el mundo se mezclaba en una especie de risueña hospitalidad, con máquinas gratuitas de café y refrescos, tarros de chucherías, grifos de los que manaba a voluntad vino espumoso italiano, cuando oyó un golpe como de alguien que se desplomaba y luego gritos y jadeos. Cerca de ella, una empleada se estaba retorciendo en el suelo, víctima de un probable ataque de epilepsia, los ojos desorbitados, una espuma blanca de saliva en la boca. Al ir hacia ella queriendo auxiliarla, observó que nadie a su alrededor parecía advertir lo que estaba sucediendo. La gente de la oficina, en su mayoría hombres y mujeres jóvenes muy cualificados, con ese aire informal favorecido por las empresas tecnológicas, siguió absorta en las pantallas de sus ordenadores y de sus teléfonos, sin que los gritos y las patadas y golpes que la mujer daba contra el suelo y los muebles les hicieran volver instintivamente la cabeza.

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Antonio Muñoz Molina
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