Ahora nuestro destino es contemplar pasivamente el progreso acelerado de la inhumanidad en el mundo, así como las borracheras de obscena felicidad de quienes lo hacen posible o se benefician de él o simplemente celebran su triunfo como un desquite contra un adversario irrisorio y disperso: lo woke, las feminazis, los trans, los beatos del lenguaje inclusivo, de la empatía y el buenismo, los pelmazos del cambio climático, los represores que ya no dejan hacer chistes sobre negros, maricones y cojos y además quieren prohibir la caza y las corridas de toros, y hasta dicen que los animales sufren y pueden tener derechos. Pasivamente, confortablemente, contemplamos hace ya tres años cómo un pequeño país era invadido por otro gigantesco. La gente de Ucrania detuvo en seco e hizo retroceder una invasión que todo el mundo consideraba victoriosa de antemano, y eso fue una llamarada de esperanza durante algún tiempo. Pero la realidad de la destrucción y la muerte y de la pura fuerza bruta de un país inmenso regido por gánsteres pronto impusieron una monotonía del horror que anestesiaba la atención y también el sentimiento de solidaridad y de ultraje.
Después de Gaza
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