Yo antes creía que fuera de España todo era más sólido. Llegaba a una capital extranjera y enseguida me embargaba un doble sentimiento de admiración y de inferioridad. La primera vez que crucé una frontera, en Portbou, a medianoche, en un tren expreso que parecía de posguerra, los gendarmes franceses me amedrentaban con sus estaturas, sus gorras cilíndricas de visera recta, sus uniformes, sus botas relucientes. Los guardias civiles que se quedaban atrás no es que dejaran de dar miedo, pero también se veía que eran pobres hombres con uniformes sin lustre y mosquetones viejos. En el extranjero los trenes eran mejores y más rápidos, los ríos más caudalosos y solemnes, los edificios oficiales más formidables. Los periódicos se extendían a un tamaño de sábana, los camareros de los cafés parecían catedráticos tan intimidatorios que a uno no le salía la voz a la hora de pedirles algo. Los lycées franceses, con sus fachadas de columnas y sus banderas tricolores al viento, parecían proclamar toda la solidez de una enseñanza laica y racionalista que en nuestro endeble país, parasitado durante siglos por la Iglesia y sometido a unas clases dirigentes de brutal ignorancia, seguía siendo una quimera.
Todo tan frágil
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