Las noticias que llegan del pasado lejano son cada vez más alarmantes. No es que las del presente sean más alentadoras, pero siempre permiten el consuelo compensatorio de que hubo tiempos mejores. Yo leo las crónicas de Luis de Vega desde Jerusalén y Cisjordania, de Cristian Segura desde Ucrania o de Iker Seisdedos y María Antonia Sánchez-Vallejo desde Estados Unidos y me dan ganas de salir huyendo hacia una de aquellas islas en las que naufragaban providencialmente los héroes literarios de mi primera adolescencia. Pero cuando dejo las páginas de Internacional me ocurre a veces que voy a dar en las informaciones sobre arqueología que escribe Vicente G. Olaya con un esmero pedagógico de profesor de instituto, y en vez de encontrar en ellas el sosiego de la Antigüedad lo que asaltan son las noticias de espantos y brutalidades de hace algunos miles de años, preservadas a unos metros o centímetros por debajo de la tierra. Decía Agatha Christie que la ventaja de estar casada con un arqueólogo era que, cuanto más vieja se hacía, mayor era el interés de su marido hacia ella. A mí los trabajos y los saberes de los arqueólogos me seducen más que los de los detectives del cine y la novela negra, quizás porque indagan sobre uno de los misterios fundamentales de la vida, que es el de la desaparición de las cosas, lo que estaba por todas partes y de repente no está y no vuelve a verse nunca —un anuncio, las cajas de cerillas de los restaurantes, el sonido del módem en los teléfonos fijos, una entrada de cine—.
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