Las leyes de las identidades colectivas son tan severas que hay veces que ni siquiera haber vivido mucho tiempo en un sitio, o incluso haber nacido en él, lo salvan a uno de ser extranjero. La izquierda, y la izquierda española en particular, se ha dejado contagiar durante demasiados años de estas supersticiones, pero cabe imaginar que la temible supremacía de la injusticia, la xenofobia y la mentira están cobrando en el mundo la fuerce a despertarse de tal embobamiento, y a recuperar valores que siempre fueron suyos, como las libertades y derechos civiles, la justicia social, la igualdad de las personas por encima de cualquier pertenencia identitaria: menos obsesión por purezas de origen, y más defensa del libre albedrío y de la solidaridad consciente y voluntaria, no impuesta por rasgos entre fisiológicos e imaginarios que encierran a cada uno en su adecuada burbuja de victimismo y narcisismo.
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