Hace años, leyendo, para variar, una historia de la República de Weimar, me enteré de que una gran parte del éxito popular de Hitler y de su partido se debía a un avance tecnológico reciente, aunque menor en apariencia: los sistemas de amplificación a gran escala del sonido. Uno ve las inmensidades de gente bramando en respuesta a los bramidos bestiales de su líder, que gesticula y ruge delante de un micrófono, y no cae en la cuenta de que sin potentísimos sistemas de megafonía esa voz no tendría ningún efecto, ni los himnos resonarían tan poderosamente en las dimensiones de un gran estadio. Hemos visto imágenes de líderes gritando en los balcones, delante de multitudes congregadas en las plazas, pero antes del perfeccionamiento de la megafonía esos oradores incendiarios se desgañitaban en vano, porque a unos metros de distancia nadie podía oír lo que decían. Sin altavoces muy potentes, ¿quién iba a enterarse de nada? La temible euforia de una masa de cien mil personas respondiendo al unísono a la oratoria de un demagogo genocida o a un crescendo de marchas militares no llegaría a sus extremos de sumisión y delirio si no fuera por el poder aplastante de una tecnología del sonido.
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