Tareas de trastienda

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La trastienda protectora, la arrière-boutique a la que Montaigne nos anima a retirarnos de vez en cuando, no tiene por qué ser una habitación solitaria, ni un espacio cerrado. El propio Montaigne, a pesar de ese retiro de los asuntos mundanos que eligió a los treinta y tantos años, siguió muy viajero y activo el resto de su vida, hasta que lo mató un feroz cólico nefrítico. Viajó principescamente a caballo por Italia, participó en asuntos públicos y en diplomacias cortesanas secretas, anduvo de un lado a otro con su familia y sus sirvientes queriendo huir del azote de las guerras de religión y de la peste. Y cuando se quedaba en su castillo, no estaba siempre encerrado con libros y papeles en la torre circular en la que había instalado su biblioteca. Como señor que era, no escribía él mismo a mano, sino que dictaba a un secretario. Desde las ventanas de su torre podía observar la vida en los patios y las galerías del castillo, y vigilar los viñedos y los bosques de sus posesiones, siempre con la alerta de que por aquellos caminos trazados sobre la tierra fértil pudieran aparecer partidas a caballo de bandidos o de matarifes de las diversas variantes de la fe. Aunque la forma de los ensayos es el monólogo, casi la corriente de conciencia, su instinto no era de ensimismamiento, sino de conversación. Decía que escribir para él era como ponerse a hablar con un desconocido por la calle. Y en el origen de todas sus cavilaciones y sus ocurrencias había un propósito de conversación frustrado, pues lo que Montaigne quiso siempre fue seguir hablando con su gran amor y amigo del alma Étienne de la Boétie, que se le había muerto cuando los dos era muy jóvenes, y en el que había encontrado, como dice Adolfo Bioy Casares refiriéndose a otra amistad, “la patria de su alma”.

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