Es instructivo asistir a un enloquecimiento colectivo en el que uno no participa, aunque haya compartido el duelo por la tragedia que lo desató. Recuerdo la emoción de formar parte de una multitud silenciosa congregada en uno de esos tibios atardeceres suntuosos de septiembre en Manhattan, llenando todo el espacio de Washington Square, uno o dos días después del ataque a las Torres Gemelas, cuando sobre las calles que se extienden desde el lado sur de la plaza seguía elevándose la columna gigante de humo negro, y el aire olía a ceniza mojada y a materia orgánica pulverizada y en descomposición. Según se hacía de noche se multiplicaban las velas encendidas, igual que las luces en los ventanales de los bellos edificios universitarios. Haber asistido de cerca a aquel golpe de barbarie y deambular entre las personas que exhibían fotos de seres queridos impresas en color, con sus nombres al pie, en los alrededores de los hospitales, por si alguien los había visto, era sentirse identificado con tanto dolor, y rebelarse contra la inconcebible destrucción, de tantas vidas aniquiladas en unos pocos minutos en nombre de una religión apocalíptica. El dolor nos creaba lazos tempranos de solidaridad en aquella ciudad en la que aún éramos extranjeros.
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