Mensaje del pionero olvidado

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Nunca vi juntos al novelista Miguel Delibes y al biólogo y naturalista Miguel Delibes de Castro, pero cada vez que veía al uno me acordaba del otro, y no ya por el parecido entre padre e hijo, sino por una manera semejante de estar en el mundo, una rectitud intelectual y moral que era inseparable de la austeridad de su presencia física. A Miguel Delibes dejé de verlo por desgracia cuando todavía estaba entero y lúcido y con esa cara de salud que uno asocia a la tela de pana y a las botas de campo. En muchas fotos parecía triste y pálido, pero en la realidad, si se encontraba a gusto, su cara de mejillas coloradas como por efecto de un viento frío era afable y cordial, como las cartas que escribía, generosas pero casi indescifrables, como incisiones en una tablilla babilónica. Una vez, le mandé el ejemplar de El camino que acababa de leer un hijo mío en la escuela, pidiéndole que se lo dedicara, y Delibes lo devolvió puntualmente con su dedicatoria cariñosa y su firma, ambas casi ilegibles, y con una carta dedicada a su nuevo lector. La última vez que lo vi estaba yéndose airado de un sitio oficial para no participar en un enjuague evidente. Me estrechó la mano, dio la vuelta y salió con zancadas enérgicas, como dando un portazo. Era uno de esos hombres que son más altos y fuertes de lo que uno suponía. Cuando veo a Miguel Delibes de Castro en las fotos, o leo las cosas que escribe, estoy viendo en él la mejor herencia de su padre, y a la vez un talento y un brío que son exclusivamente suyos, no para la ficción, ni falta que le hace, sino para su oficio de científico que aúna la seriedad de la investigación pura con un compromiso público que manifestó durante muchos años en su dirección de la Estación Biológica de Doñana.

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