En algo se parecen el populismo cultural y el populismo político: en que sus instigadores, en su gran mayoría, son privilegiados. Megamillonarios con aviones y yates privados y candidatos políticos vendidos a las petrolíferas denuncian a voz en grito el dominio de las élites empeñadas en promover lo que en español ya también llamamos la “agenda woke”: las energías limpias, los derechos de las minorías, la justicia social. Críticos y expertos situados en los púlpitos más eminentes de la información cultural denigran o ponen en ridículo a esos pedantes residuales que no rinden una pleitesía incondicional e inmediata a los grandes fenómenos comerciales en la música o en el cine, o no reconocen los méritos de la televisión basura. No basta con que Taylor Swift, o Karol G, o estrellas semejantes, alcancen un éxito de escala planetaria, con que dominen los noticiarios, con que tengan una omnipresencia machacona en todos los medios, incluyendo docenas o centenares de millones de seguidores en las redes sociales. Hay que defenderlos a todos ellos del malévolo desdén, de los prejuicios elitistas de quienes rechazan lo popular por el simple hecho de que lo disfrutan inmensas mayorías, a las que se suman jubilosamente estos heroicos valedores intelectuales de los que ya lo tienen todo.
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