Llevamos aquí solo unas horas y ya parece que vinimos hace días: que hemos tenido tiempo de limpiarnos del ruido violento de Madrid y del otro ruido, más venenoso que el dióxido de carbono, el de la furia política de una derecha que se ha lanzado con desvergüenza y cinismo a agitar los fantasmas letales de la xenofobia, copiados ahora del lenguaje de Trump y sus discípulos extremistas europeos: el emigrante como amenaza, el extranjero de piel más oscura sobre el que se proyecta el miedo al atraco, al asalto nocturno de la vivienda, a la ocupación y el saqueo de lo que nos pertenece a los nativos. El color de la piel y la masculinidad joven del invasor aluden a otro miedo más sórdido, aunque muy extendido en las peores épocas de la segregación en el Sur de los Estados Unidos, el del abuso sexual contra las mujeres blancas, “nuestras mujeres”, según dice con inquietante posesivo el aspirante a presidir el gobierno de España, quizás preocupado, como algunos de sus socios, por la pureza de la raza.
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