Una diáspora invisible

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Aquel bebé llorón al que sostuve con dificultad en brazos mientras lo bautizaban hace veintitantos años es ahora un joven reflexivo y cordial que terminó con brillantez la carrera de ingeniería biomédica en España y ahora apura sus vacaciones familiares antes de regresar a la ciudad alemana donde vive, completando estudios de posgrado en el departamento de investigación de una gran empresa. Trabajó un tiempo en España, en el último año de la carrera, pero me cuenta que las condiciones laborales eran peores, y que le costaba mucho desplegar sus iniciativas como investigador. Nada más llegar a Alemania todas las dificultades se convirtieron en ventajas. “Alemania está muy preparada para recibir emigrantes”, me dice. La beca que le dieron incluía una vivienda gratuita. Su novia viajó con él e investiga y trabaja en un campo parecido, la biotecnología. Los dos tuvieron una formación de alta calidad en España. Los dos saben que para progresar en sus carreras tendrán que vivir en otros países, Alemania, tal vez, Austria, Francia, Suiza. Mi ahijado aprovecha los últimos días de vacaciones para salir con los amigos y aprender de su padre recetas de cocina familiar que le alivien en el extranjero la nostalgia alimenticia, que es una de las más poderosas que existen. Quiere inventar cosas nuevas que mejoren la relación de los enfermos con los instrumentos tecnológicos de los que dependen la vida y la salud en momentos cruciales. Quiere investigar y quiere emprender, me dice, con una mezcla de vocación científica y de inquietud social, porque tiene el proyecto de una ONG dedicada al perfeccionamiento y la accesibilidad de las sillas de ruedas. También quiere consolarse de la extranjería, que suele agravarse los domingos, cocinando platos de cuchara españoles, arroces caldosos y potajes de legumbres.

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