Vuelvo a Bilbao y me acuerdo de la ciudad que conocí en 1980. Llego de noche, en un tren de suficiente velocidad, que da tiempo a leer y a quedarse mirando holgazanamente por la ventanilla mientras cae la tarde y cuando se ha oscurecido y no queda nada más que mirar, nada más que luces dispersas en la negrura. Me gusta haber llegado de noche a una estación de tren que no parece todavía del todo un aeropuerto y que lleva el nombre de Indalecio Prieto, y que además tiene una vidriera admirable de los años veinte, una vidriera como de mural industrial y proletario del New Deal. El hechizo de llegar de noche a una ciudad es más grato todavía porque mi hotel está muy cerca y puedo llegar caminando desde la estación.
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