El tiempo detenido

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Entré en una sala del Museo de Bellas Artes de Sevilla y el tiempo se detuvo. Se detuvo de golpe, sin aviso, cancelando el estado de ánimo que había tenido hasta ese momento, la distracción de una mañana de trabajo, hasta el propósito que me había llevado al museo, que era el de ver la exposición de Valdés Leal. Traía conmigo la modesta felicidad de encontrarme esa mañana soleada de diciembre en Sevilla, y de haberme recreado en la plaza que hay delante del museo, con la fantástica feracidad de una vegetación que parece de Lisboa, de un clima así de templado, con el grado ligero de humedad que da ese esplendor a los árboles, los ficus de tronco de paquidermo, las palmeras vertiginosas en lo alto del aire, el verde reluciente de las hojas diminutas de las jacarandas, los naranjos que parecen árboles del paraíso terrenal pintados por Fra Angelico. Era pronto y quedaba un frío de primera hora de la mañana en el aire. El frío era más intenso y más húmedo en los patios del antiguo convento, que aún no empezaba a caldear el sol, los patios de arrayán y de arcos de columnas esbeltas que están entre Florencia y la Granada nazarí. El museo fue durante siglos un convento de frailes mercedarios, y en los patios y en algunos corredores se intuye todavía un frío de baldosas desnudas y penitencia monacal. Las órdenes religiosas formaban la clientela principal de los pintores en el siglo XVII en Sevilla y en cualquier ciudad española, todas ellas sombríamente ocupadas por bloques de conventos, por iglesias con retablos barrocos, cuadros ennegrecidos de vírgenes y martirios, escalinatas pobladas por pedigüeños y tullidos.

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