La casa de agosto

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Del mes de agosto se va uno con la misma desgana con que se iría de una casa de campo en la que hubiera pasado un verano de indolencia antigua, con toda la lentitud o la anchura que tienen las vacaciones en la memoria de los niños. Al llegar, el primer día, al deambular por las habitaciones abriendo puertas y ventanas para que se disipara el olor a cerrado, parecía que el porvenir inmediato fuera a durar mucho más de unas pocas semanas. Y ahora, de golpe, ha llegado el final, y la casa va a cerrarse de nuevo, intacta y vacía para los meses futuros. En una novela prodigiosa de Virginia Woolf, Al faro, toda la parte central está dedicada a la narración de lo que sucede en el interior de una casa cerrada al final de un verano que se prolonga luego en una ausencia de cuatro años enteros. La familia que la ocupó se ha marchado, pero no volverá al verano siguiente, ni durante varios más, porque son los años de la Primera Guerra en Europa. En la primera y la tercera parte de la novela la maestría de Woolf se recrea en la multiplicación de las presencias y las voces. En esa parte central, que para mí es una de las grandes hazañas en el arte universal de la ficción, lo que se narra con igual eficacia es la pura ausencia, el paso del tiempo no animado por los aconteceres de las vidas, fluyendo en secreto y en silencio en un lugar donde no hay nadie, pero donde sigue actuando la carcoma, donde la lluvia se filtra en las goteras y el viento abre alguna ventana mal cerrada, y el fragor remoto de los cañonazos al otro lado del canal de la Mancha hace vibrar débilmente los cristales.

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