Prosa de infamia

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La primera carta nos la dejó directamente en el buzón. Le haría sentir que así nos resultaba más amenazante: alguien que te ronda, que no solo sabe dónde vives, sino que ha entrado en tu portal, ha subido unas pocas escaleras hasta llegar a los buzones, a los que en esta época ya no llegan ni notificaciones bancarias, apenas tristes folletos publicitarios, impresos de promoción de comida basura. La posibilidad de ser sorprendido tal vez acentuó el placer de lo que estaba haciendo. No le había bastado con garabatear un salivazo anónimo en cualquiera de las redes fecales. Se había tomado el trabajo de escribir un folio entero, de imprimirlo, de guardarlo en un sobre en el que había también impreso nuestros dos nombres completos, con una asepsia administrativa que al principio nos engañaría cuando encontráramos la carta, una más de tantas sin ningún interés si no fuera, como reparamos en seguida, por la falta de remite y de matasellos, por la evidencia de que efectivamente alguien, tal vez un vecino o vecina de este mismo edificio, alguien con quien nos podríamos haber cruzado en el portal, se había concedido a sí mismo esta pequeña gamberrada, un anónimo que no necesita contener amenazas literales porque las formula con su misma existencia: sé dónde vivís y puedo llegar hasta vosotros; puedo reconoceros por la calle y hasta seguiros si me da la gana, pero vosotros no me veis a mí; las palabras de encono y desprecio que me inspiráis os las hago llegar a vuestro propio buzón, a vuestra misma casa.

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