El progreso hacia la igualdad no es un bello sueño tal vez deseable pero tristemente imposible. Los cambios radicales no tienen por qué ir llegando muy gradualmente a lo largo de siglos, ni tampoco que ser impuestos a través de revoluciones sanguinarias. Durante al menos varios miles de años la superioridad de los hombres sobre las mujeres fue un hecho inamovible legitimado por las leyes y por las leyendas, fundado unas veces en la tradición religiosa y otras en presuntas evidencias científicas: pero en el curso de unas décadas, en el ámbito de la memoria reciente de muchos de nosotros, lo que parecía natural e inamovible se desmoronó muy rápidamente, bien es verdad que en zonas restringidas del mundo, Europa y América, y el progreso fue tan rápido y tan contundente que ahora nos parece inverosímil lo que hasta no hace muchos años era tan natural que casi nadie se fijaba. Ahora vemos fotos de la vida política española de los años setenta, o incluso de la vida literaria de mediados de los ochenta, y lo primero que nos choca es algo que entonces ni veíamos, la ausencia de mujeres. Por supuesto que en una gran parte del mundo la posición de la mujer no ha mejorado, y que incluso en el nuestro todavía falta mucho para la plena igualdad, y no hay garantías de que lo avanzado sea irreversible: pero hemos visto, lo estamos viendo a diario con nuestros propios ojos, que una de las desigualdades más arraigadas y más fieramente defendidas puede remediarse.
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