En el encierro forzoso se hacen más visibles los peligros que acechan a quienes por razón de su oficio tienden a pasar una parte considerable de la vida encerrados. Una gran parte de lo que yo hago para ganarme la vida sucede en una habitación, y requiere un mínimo de actividad física, la suficiente para pulsar con las yemas de los dedos las teclas de un portátil. Y también las cosas que me gusta hacer cuando no estoy trabajando permiten, y hasta requieren, un cierto grado de inmovilidad. Miro películas en una pantalla, leo en la cama o en un sofá, escucho música y solo he de pulsar cada cierto tiempo un mando a distancia, o, como máximo, levantarme para cambiar un disco de vinilo, o para darle la vuelta, y asegurarme de que la aguja desciende sobre los primeros surcos. La plena dedicación digital simplifica todavía más las cosas. Las modestas variaciones sensoriales del tacto del papel —de libro, de periódico, de revista, de cuaderno, cada uno con cualidades distintas— o de las herramientas de trabajo —el lápiz, la pluma, el rotulador— quedan unificadas en la lisura de una pantalla táctil.
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