Suceden cosas extraordinarias en Madrid, en sitios escondidos. En el silencio distinguido de la calle de Ruiz de Alarcón, en la sede de la AISGE, la entidad de gestión de actores y bailarines, un grupo de aficionados al cine se reúne cada lunes por la tarde para asistir a la proyección de una película. El crítico Fernando Neira se ocupa de organizarlo todo. Los aficionados bajan a una sala muy bien insonorizada que tiene algo de cripta, con unas 50 o 60 butacas muy cómodas. Emilio Gutiérrez Caba hace de anfitrión, y cada semana un invitado distinto presenta una película. El aislamiento de la sala, su tamaño reducido, la amplitud de la pantalla favorecen la inmersión en el cine. Se apagan las luces y ya está uno en otro mundo, en el subsuelo, detrás de puertas cerradas, en una oscuridad que anima a la contemplación, en la soledad paradójica del espectador de cine, que es una soledad rodeada de desconocidos, o una comunidad de soledades enfocadas en el mismo lugar, ese lienzo blanco en el que no hay nada y en el que unos momentos después brotan imágenes de un mundo que suplanta del todo la realidad exterior.
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