Ahora que ha muerto Jesús Torbado me conforta pensar que tuve la oportunidad de manifestarle la deuda de gratitud que tenía con él. Una novela de Torbado, Las corrupciones, inundó mi vida, mi manera de pensar, mis expectativas, mis rebeldías, mi vocación, cuando tenía 16 y 17 años. Los libros llegaban entonces a mí por azar, porque no tenía a nadie que me orientara. Hasta unos pocos años antes mi mayor influencia había sido Julio Verne, sobre todo sus dos novelas prodigiosas sobre el capitán Nemo, 20.000 leguas de viaje submarino y La isla misteriosa. El Círculo de Lectores y la biblioteca municipal de mi ciudad natal me proveían oportunidades de descubrimiento: García Lorca, Neruda, Bécquer. También libros de mucho éxito comercial que devoraba con entusiasmo idéntico: Papillon, recuerdo, El retorno de los brujos. Leía cualquier libro prometedor que cayera en mis manos y a veces lo compartía con mis amigos. Leía Sinuhé, el egipcio, buscando, como todo el mundo, los pasajes eróticos; leía Diario de Daniel, un bodrio de catolicismo existencial para adolescentes angustiados.
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