Cada aprendizaje de un arte es una curva trazada en el tiempo. La curva del oficio de fotógrafo de Nicholas Nixon va del extremo de la lejanía al de la máxima proximidad: de los paisajes casi a vista de pájaro de extrarradios y desiertos y los himalayas de arquitecturas de Manhattan a la cercanía de los ojos que miran con descaro y confianza a la cámara; y a partir de ahí hasta otra cercanía ya intraspasable que es la de la piel misma, la de los cuerpos abrazados y adheridos entre sí, la del iris de un ojo tan abierto como la lente de un objetivo. Entonces parece que el fotógrafo quiere ir más allá, más cerca todavía, más hacia adentro, hasta la orografía de los poros y las escamas de la epidermis, hasta ese túnel que se abre en la pupila y da la impresión de mostrar la penumbra del alma, ese espejo que al mismo tiempo refleja y observa.
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