Ahora sabemos algo que hace ni siquiera un año no sabíamos: cualquier cosa puede suceder; que algo sea impensable no significa que sea imposible. En Estados Unidos uno echa de menos las modestas dulzuras y las seguridades de la vida europea. En vísperas de las elecciones francesas y en el raro ambiente de virulencia entre ideológica e identitaria de la Semana Santa española, el ciudadano que vuelve a esta parte de Europa se siente de pronto menos confortado que perturbado por el regreso. La superficie de la vida común es más grata que nunca en estos días de primavera temprana. El aficionado a los paseos y a la gastronomía abreviada de las barras de los bares se asombra de la naturalidad tan distraída con que la gente da por supuesto lo que es una rareza en el mundo, la sofisticación y la simplicidad de la comida, del vino de alta calidad y precio razonable, la cerveza bien espumosa y fría en la ración ideal de una caña. La ciudad es grata y fácil de caminar, y el transporte público excelente. En la calle la gente tiene un aire general de salud que contrasta mucho con los extremos de deterioro, enfermedad y gordura que son comunes en casi cualquier acera de Nueva York.
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