Mañana sábado, a la hora imposible de las 10.30 de la mañana, en el corazón popular de Madrid, tendrá lugar una modesta y valiosa reparación histórica. Se inaugura la placa de la calle Arturo Barea, justo en el barrio donde él vivió mucho tiempo, y donde estaba cuando estalló la guerra civil. El retrato de Lavapiés las noches del 18 y el 19 de julio d 1936 que hace Barea en La llama es incomparable. Es la mirada de un hombre fiel a la República y a sus convicciones socialistas que no cierra los ojos y no abdica de la decencia personal y la humanidad. Que Barea tenga una calle en Madrid parece un acto de justicia evidente, pero ha tardado muchos más años de lo que hubiera debido, y es sobre todo consecuencia del activismo obstinado de una sola persona, el británico y español William Chislett(que asegura que solicitará la nacionalidad española en cuanto se consume el Brexit). Yo creo que a Chislett lo que más le gusta de Barea, o lo que le gusta tanto como sus libros y su postura política, es que pasó en Inglaterra la parte más tranquila y más productiva de su vida. El exilio de Barea no fue triste, y en él hizo tantas cosas que no tuvo tiempo o ganas de abandonarse a la nostalgia. Escribió, desde luego, los tres volúmenes de La Forja de un rebelde, pero además no paró de escribir crónicas y de leerlas en el servicio en español de la BBC, y hasta se hizo británico y se afilió al Partido Laborista. A Chislett, con toda la razón, no le cabía en la cabeza que un escritor tan madrileño como Arturo Barea no tuviera una calle en Madrid. Buscó apoyos, recogió firmas, se reunió en el ayuntamiento con concejales de todos los partidos, con una constancia indomable, casi aterradora. Al final lo ha conseguido, y se enorgullece de que el acuerdo municipal haya sido unánime. La alcaldesa en persona presidirá el acto. Yo no podré estar, pero me imagino una música de banda municipal que toque, en memoria del homenajado, el himno de Riego.
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