De la exposición de Maurits Escher en el palacio de Gaviria de Madrid se sale un poco enloquecido. Yo fui a verla una mañana de mucha lluvia, y hacia cualquier sitio que miraba se me aparecían laberintos de repeticiones matemáticas, como si todavía estuviera delante de sus escalinatas imposibles o de esos mosaicos en los que danzarines o bufones blancos de cuerpos torcidos se yuxtaponen a danzarines o bufones iguales pero de color negro. En todo lo que veía encontraba patrones visuales que se complicaban o se disolvían: paraguas negros sobre las cabezas de la gente, diseños de baldosas en el pavimento, peldaños en la estación del metro que subían y luego bajaban con un ritmo inverso pero también idéntico.
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