Vistas en una galería y en su tamaño real las fotos de William Eggleston llegan como una cegadora bofetada, como golpes de color que lo dejan a uno con la sensación de ebriedad inmediata de un trago de licor en ayunas. La luz de mediodía y de calor extremo tiene sobre una foto de Eggleston el mismo efecto que sobre la chapa de esos coches modernos pero destartalados que le gustan tanto: calor húmedo del sur que reblandece el asfalto de los aparcamientos y exagera hasta una intensidad delirante los colores sintéticos de los coches, de las máquinas expendedoras de refrescos, de las mesas de formica de las cafeterías, de los botes de kétchup y de los azucareros metálicos dispuestos encima de ellas. El rojo de un tomate parece a punto de estallar en un chorro de color y de jugo. Eggleston prefiere revelar en formatos amplios sus negativos, y ese recurso técnico tiene el resultado de volver a su favor lo que podría ser una deficiencia, el exceso de grano muy visible en la superficie de la foto. A cierta distancia, en las reproducciones, en Internet, las fotos de Eggleston parecen brillar con una lisura de imágenes de pintura pop o hiperrealista, el esplendor prefabricado de los objetos y los espacios de consumo. Pero ese engaño se disipa en seguida. Más de cerca, se ve que esos lugares, esos coches grandes de colores magníficos, esas habitaciones de hotel y cafeterías y piscinas, en realidad están a un paso de la decrepitud o ya se hunden irreparablemente en ella, con el deterioro rápido de lo barato y lo mal hecho, lo que no podrá envejecer con nobleza y mejorar con el uso y el tiempo.
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