Quien le enseñó a Joaquín Torres-García a hacer pajaritas de papel —en Barcelona, hacia 1900— fue Miguel de Unamuno. Torres-García está siempre entre la filosofía y la papiroflexia, entre la carpintería y el misticismo, entre los signos primarios dibujados en cuevas prehistóricas y en callejones de París y las avanzadas más valerosas del arte moderno. Contaba en sus memorias que de niño, en la periferia de Montevideo, ya era pintor antes de enterarse de que existiera la pintura. En los desvanes del almacén de todo tipo de mercaderías de su padre dibujaba las cosas que veía en sus paseos por el puerto de Montevideo, las anclas de los barcos, el reloj del faro, las chimeneas pintadas de blanco y de rojo de las que subían nubes de vapor, el sol en las banderas de Uruguay. Torres-García se dejaba fascinar por la misteriosa variedad de los objetos que estaban a la venta en la tienda de su padre, y también por los olores y las formas puras de los bloques de madera que veía en el taller de carpintería de su abuelo materno.
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