Grandes amigos vegetales

Publicado el

De vez en cuando, sobre todo después de una ausencia, me gusta ir a visitar uno de mis árboles preferidos de Madrid, como si visitara a un amigo leal pero poltrón. Un gran árbol es una cosa muy seria. Uno pequeño también. Me acuerdo muchas veces de un castaño que mi padre plantó en una maceta cuando teníamos una casa de veraneo en la Sierra. Mi padre escarbó la tierra, puso en ella la castaña y la tapó, y luego se frotó las manos y regó la maceta. En no mucho tiempo el castaño alcanzó unos dos metros. Casi podían numerarse sus hojas cuando se ponían amarillas. Nos fuimos de aquella casa, y como no estábamos durante la mudanza el castaño se quedó atrás. Ahora lo imagino ya transplantado en la tierra, fuerte, con dieciocho años, que es el tiempo que hace que mi padre lo plantó, en pleno vigor de juventud. Pero no me perdono el descuido o la deslealtad de no tenerlo ya. Me consuelo pensando que crecerá y dará sombra para otras personas, otros pájaros e insectos que aprovechen su existencia.

La otra mañana, todavía con la fresca, fui a la Fuente del Berro a visitar a algunos amigos enormes. Hay una secuoya en la que me gusta recostarme para aliviar el cansancio de la caminata, monumental como una columna de un templo griego arcaico. El otro día me preocupó verla algo desmejorada. Las ramas menos frondosas, y alguna que otra seca. Otra de las secuoyas se mantiene lozana, muy alta y algo cimbreante, sonora de pájaros. Me gusta mucho tocar su tronco mullido y peludo. Será como tocar el lomo de un bisonte, o de un mamut.

Quizás el árbol más hospitalario es un ginkgo que hay en la parte baja del parque, delante de un estanque con un borbotón de agua clara en el centro. Este ginkgo, que es my alto, tiene la particularidad de haber alcanzado también un gran desarrollo horizontal. En noviembre brilla como una hoguera de azufre. Las ramas horizontales y el espesor de la copa crean una bóveda de rumor y silencio: el rumor de las hojas, el silencio del suelo cubierto de ellas, un manto de hojas   desmenuzadas de muchos otoños. Los tornasoles del agua del estanque se reflejaban en las ramas, en las hojas móviles, cada una dotada de su propia vibración, el árbol entero sumergido en el aire como una planta submarina en el agua. Me había llevado un libro pero no leí nada. Me quedé mirando, poniendo oído: gorriones, urracas, mirlos, una estridencia amortiguada de niños que jugaban como en el patio de una escuela, cotorras invasoras, el tráfico en la M-30. Toqué el tronco del árbol como el que se despide de un amigo con una palmada y me fui a seguir caminando por ahí. Las tardes son para escribir y leer y para escuchar música, pero las mañanas he de pasarlas en movimiento, por Madrid o Nueva York o dondequiera que me encuentre. Al que se queda quieto lo alcanza con más facilidad la pesadumbre.

Antonio Muñoz Molina
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.