Hannah Arendt no olvidó nunca los años de su vida en los que no tuvo un país, en los que anduvo de un lado a otro con documentos provisionales o inseguros y estuvo a cada momento a merced de un policía que se los reclamara o de un guardia fronterizo que se negara a sellarlos. Tenía 27 años cuando salió huyendo de Alemania en 1933 y se refugió temporalmente en París. Como contó amargamente nuestro Manuel Chaves Nogales, los expatriados y los fugitivos de los regímenes dictatoriales de Europa llegaban a Francia atraídos por los ideales universales de libertad y ciudadanía de la Tercera República, pero en vez de un refugio encontraron una trampa, porque en la Francia de mediados de los años treinta se espesaba una atmósfera de xenofobia en la que las víctimas de las dictaduras y las persecuciones eran vistas como enemigos emboscados, apátridas peligrosos que traían consigo su miseria y ofendían la buena conciencia de las gentes de orden con sus avisos de desastres.
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