Me habían hablado tan mal de Bruselas que no reconocí la ciudad la primera vez que llegué a ella. Era gris, me dijeron, lluviosa, aburrida, un reducto de la burocracia europea. Llegué una mañana y hacía sol, un día fresco de primavera. Llegué al hotel Metropole, donde había salones profundos con columnas y un bar con divanes y mesas de mármol y ventanales para mirar a la gente que se sentaba en las terrazas o que pasaba por la calle. En el vestíbulo del Metropole hay una gran foto en blanco y negro de los participantes en el I Congreso Solvay de Física, que se celebró allí en 1911, con la presencia de Albert Einstein y Marie Curie, entre otras eminencias de la ciencia europea, y donde se discutió el conflicto naciente entre la física newtoniana y la cuántica. Desde una habitación alta del hotel Metropole se ve una plaza alargada como un bulevar, árboles enormes, cornisas de edificios que podrían estar en París, mansardas y tejados de pizarra. Los edificios oficiales de la Unión tienen el aspecto lujoso, desangelado y genérico de una gran parte de la arquitectura reciente, pero el corazón de la ciudad parece un concentrado de los rasgos mejores de una capital europea: las plazas históricas, las calles estrechas de la artesanía antigua y el comercio, las avenidas burguesas, los edificios enfáticos del siglo XIX y principios del XX, las buenas librerías, los restaurantes de solidez francesa o flamenca.
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