Cada ciudad es al menos dos ciudades, muy distintas entre sí: la que exploras por primera vez, recién salido del hotel o del nuevo alojamiento, aturdido, con pocas imágenes previas, todavía sin un mapa en la cabeza que guíe tus pasos; y la que luego ya vas conociendo, la que revela proximidades topográficas que te desconciertan, entre lugares que la primera vez parecieron lejanos. Hay una ciudad a la que llegas por primera vez y otra superficialmente parecida pero muy distinta de la que te marchas al cabo de unos días. La segunda la recuerdas: la primera tiende a aparecer en los sueños, al cabo del tiempo, una de esas ciudades crepusculares o nocturnas en las que nos encontramos perdidos, y que están hechas de fragmentos de ciudades medio olvidadas y medio inventadas.
Dulces días de Oporto. Un día de sol templado y dos de llovizna y algo de niebla, gritos de gaviotas en el cielo nocturno. El gran Café Guarany, en una esquina de la Avenida de los Aliados, con sus mesas para desayunar tranquilamente o tomar una cerveza mirando a la calle, leyendo el periódico, conversando en voz baja; el restaurante Adaô -no encuentro la tilde en el teclado-, en la otra orilla del río, en Gaia, con sus manteles de papel y su arroz caldoso de marisco, de sabor y textura tan delicados y una frasca de tinto de Douro; y la belleza racional y poética de los puentes, arte magnífico de la ingeniería, y el diseño de esas barcas de transportar barriles que llaman rabelos, y el art déco glorioso del Coliseu y de algunos garajes vanguardistas de los años cuarenta, y los muros de azulejos en la estación de Saô Bento.
Caminar y mirar, entrar en tiendas, escuchar el habla de la gente, hacer el esfuerzo nada excesivo y tan provechoso de leer en portugués, subir cuestas y descubrir horizontes, llegar a la explanada de la catedral; intuir la otra ciudad que se esconde detrás de la más visible, sus zonas de pobreza y penumbra.
Y la sensación permanente de estar muy cerca y estar muy lejos, y de agradecer lo mismo la proximidad que la distancia.