A Oliver Sacks lo empecé a leer en las mejores condiciones posibles: sin fijarme en su nombre, sin saber quién era. El recién llegado a una cultura se asoma a ella con la mejor de las actitudes, con ganas de aprender y limpio de prejuicios. Yo llegué a Charlottesville, Virginia, en enero de 1993, para dar clase durante un semestre, y prácticamente lo único que hice fue aprender. Aprendía inglés pidiendo a los profesores y alumnos del departamento que no me hablaran en español, escuchando la radio desde que me levantaba, poniendo la televisión, leyendo el periódico, leyendo hasta las etiquetas de los productos que compraba en el supermercado. Atesoraba palabras y expresiones como el avaro antiguo atesoraba monedas. En unK-Mart gigante me perdí buscando la sección de bicicletas y desemboqué en la de armas automáticas. Los fusiles de asalto se vendían en envoltorios de plástico transparente, como los rifles y las muñecas y los camiones de juguete.
Tenía un apartamento confortable y ascético con un sillón giratorio delante de un ventanal por el que veía un bosque y observaba las grandes lluvias y las grandes nevadas como en cinemascope. Leía el New York Times y el Washington Post, que los domingos traía un cuadernillo entero de tiras cómicas, Calvin & Hobbes incluido. Leía sobre todo el New Yorker. Me sumergía golosamente en él con mi diccionario en la mesilla de al lado.
Un día encontré una historia asombrosa: era la de un ciego desde niño, por culpa de unas cataratas, que recuperó la vista ya adulto, por una operación muy sencilla, y al mirar con sus ojos el mundo descubrió con decepción y casi con espanto que no entendía nada. Su cerebro no sabía convertir en imágenes inteligibles los impulsos sensoriales que le llegaban de la retina. Si veía a una persona de frente no la reconocía al verla de perfil. Para entender un objeto tenía que tocarlo con las dos manos. Veía pero no veía. Añoraba la tranquilidad de la ceguera.
Luego me fijé en que ese largo artículo era de Oliver Sacks. El nombre se me volvió familiar poco a poco. Me enseñó algo que yo entonces no sospechaba, y que desde entonces no he olvidado: que la literatura no es necesariamente ficción; que se puede hacer magnífica literatura, incluso poesía, contando experiencias reales, transmitiendo con claridad y rigor el conocimiento histórico o el científico. Y la escritura de Sacks, y la de otros escritores de periódico americanos e ingleses, me ayudó a rebelarme contra un vicio hispánico del que yo no era muy consciente, la autoindulgencia verbosa, lo que llamaba con justicia Juan Marsé la prosa de sonajero, el brillo verbal que no dice nada, el descuido de la veracidad y hasta de la verosimilitud.
Oliver Sacks me enseñó la necesidad de la exigencia sin excusa, de la precisión sin vaguedades o negligencias.
Nada de eso excluye la naturalidad, ni mucho menos la alegría.
Lo que sí excluye es el cinismo, más aún que el descuido.