Lo conocí a finales de los años ochenta, cuando publicó Mimoun. Luego vinieron otras novelas casi igual de breves pero cada vez más honda y mejor construidas, La buena letra, Los disparos del cazador. Él escribía crónicas de viajes espléndidas para la revista Sobremesa, en la que alguna vez me invitó a colaborar. Era paradójico que alguien tan austero y tan refractario a todas las modas de aquella época -el lujo, la gastronomía- escribiera en aquella revista que la encarnaba. Una vez, en Granada, nada más terminar una novela suya recién aparecida, creo que La larga marcha, le escribí una carta muy larga para atestiguarle mi emoción y mi gratitud: una de esas cartas en papel que escribíamos entonces.
Una vez participamos juntos en un homenaje a Max Aub. Por debajo de la devoción común hacia la obra y la figura de Aub yo noté un principio de distancia, con un fondo ideológico. Teníamos muy buenos amigos comunes, pero también otros muy distintos, y algunos hasta incompatibles.
Yo seguí leyéndolo siempre, y creo que él también a mí. Hace unos pocos años volví a escribirle, desde Nueva York. Acababa de leer un libro de ensayos que me pareció extraordinario, Por cuenta propia. Le pedí su dirección postal a Jorge Herralde y le escribí de nuevo una carta antigua, de puño y letra. Le decía cuánto me había gustado el libro, y también que me daba tristeza pensar que por culpa de prejuicios y malentendidos ideológicos no éramos tan buenos amigos como podíamos haber sido. Me respondió de inmediato, a mano también, con una letra clara y de mucho carácter, con una cordialidad que agradecí.
Esta tarde me llamaron del periódico y me pidieron que escribiera sobre él. Qué raro es recordarlo en pasado.