Esa silueta

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Dice Cervantes de sí mismo, en un verso del Viaje del Parnaso:

“Yo socarrón, yo poetón ya viejo”.

¡Poetón ya viejo! Ahí está la maestría, en once sílabas: vemos al hombre de sesenta y tantos años, viejo tremendo en un mundo en el que la esperanza de vida no pasa de los treinta, “algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies”, como dice en otra parte, caminando por ese Madrid aldeano y pobretón de principios del siglo XVII, “yo socarrón”, observando con su ironía incomparable las vanidades de los poderosos y las de los literatos, resignado a una extraña celebridad que no lo sacaba de la pobreza, y que debía de desconcertarlo tanto como lo enorgullecía: ese libro que leía todo el mundo, Don Quijote, no era el que más le gustaba de los que había escrito. Él habría querido triunfar en el teatro, como Lope de Vega, que lo miraba con altanería y burla desde la arrogancia de su éxito. Y tenía puestas sus esperanzas en obras que le parecían más sólidas, la segunda parte de La Galatea, que estaba siempre queriendo terminar, y sobre todo Persiles y Sigismunda, en la que siguió trabajando casi hasta el día de su muerte, con un cuidado en la trama y en el estilo que nunca puso en Don Quijote. Voy por esas calles estrechas de Madrid, en torno a Atocha y Huertas, y me lo imagino a la vuelta de cualquier esquina, vestido de oscuro, cargado de hombros, mirándolo todo, socarrón, poetón viejo, padre y maestro mágico.