Voces sutiles de mujeres, encontradas a lo largo de los últimos meses, leídas y releídas, no para descifrar su secreto sino para contagiarme de su música: Marguerite Duras, Elizabeth Hardwick, Renata Adler.
Y ahora Felicidad Blanc, de nuevo por un regalo de la casualidad. Llegué antes de tiempo a la cita con un amigo y para distraer la espera miré el escaparate de la librería Tipos Infames. En él estaba ese libro que no había llegado a leer cuando apareció, y que se me confundía vagamente con la película El desencanto: Espejo de sombras. Va a resultar que el gran escritor de la familia era ella, que vivió siempre a la sombra de esas presencias masculinas excesivas, el marido poeta oficial, los hijos poetas y vividores turbulentos, entre la bohemia y el señoritismo lumpen.
A su manera entrecortada y sin énfasis, Espejo de sombras es uno de los grandes libros de memorias españolas del siglo pasado. Lo ha reeditado Cabaret Voltaire, una de esas intrépidas editoriales de las que depende ahora la biodiversidad de nuestra cultura literaria. Felicidad Blanc vio de niña cómo se levantaban los primeros edificios de la Gran Vía de Madrid, llegó a la juventud en los años de la República, vio su vida quebrada y desbaratada para siempre por la guerra civil. En Londres vivió un raro romance con Luis Cernuda, solo en su exilio, y tomó el té algunas tardes con T.S. Eliot. He pasado dos días embebido en esas memorias. He salido del libro contagiado de su melancolía, lleno de admiración por esa mujer singular que a pesar de todo no renunció jamás a lo más verdadero y hondo que había en ella:
Hay algo en mi vida lineal, inquebrantable, que nada ha podido cambiar. Ni las circunstancias adversas, ni la guerra, ni mi marido con su personalidad tan absorbente, ni mis hijos, han podido destruir lo que he sido, lo que soy ahora. Lo que he buscado no lo encontré o lo encontré a medias, pero sigo acompañada por mis queridos fantasmas que son los mismos de siempre”.