Es difícil aceptar que algo no pueda llegar a saberse: que a un paso de lo conocido y lo visible hay una oscuridad en la que por mucho que lo intentemos no podemos vislumbrar nada, a no ser la proyección de nuestras obsesiones y nuestros fantasmas.
La psiquiatra Lola Morón escribía la semana pasada, aludiendo al misterio ya para siempre insoluble de la conciencia del copiloto Andreas Lubitz: “Consideremos estos sucesos como inconcebibles, no intentemos explicar lo que a veces, simplemente, no tiene explicación”. Que una psiquiatra haga esa declaración de cautela es un gesto admirable. Queremos que los expertos nos tranquilicen dándonos respuestas claras y seguras a lo que nos inquieta o nos produce sufrimiento, y ellos mismos, con demasiada frecuencia, han disimulado su incertidumbre bajo una apariencia de seguridad más sacerdotal que científica.
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