De mudanza

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En el fondo escribir novelas es un aprendizaje del desarraigo. La novela es una casa que vas construyendo a tu alrededor, una habitación que amueblas a lo largo de meses o años: dibujas los planos, tanteas posibilidades, levantas una biblioteca con los libros que necesitas para documentarte o alimentar la imaginación, vas dejando por ahí los materiales de desecho que has ido recogiendo, y que usarás o no. Te rodeas de lo que te gusta o lo que necesitas, clavas fotos en las paredes, recortes, virtuales o no, y según pasa el tiempo el abrigo precario de las primeras semanas se ha convertido casi en un domicilio. Eres un robinson crusoe que va ocupando a solas su isla, con la diferencia de que esta isla también eres tú quien la ha dibujado en el mapa, con todos los detalles de su topografía,. Tienes ganas de terminar, de que la casa esté concluida, el cuarto sea tan habitable que parezca una extensión de tu conciencia. Y justo cuando terminas tienes que irte, y te desprendes de todo lo que habías ido acumulando, libros, fotos, recortes, recuerdos, todo, porque su utilidad se ha terminado. Está el libro, pero el libro acabado y publicado rápidamente deja de ser cosa tuya. Justo cuando terminas la casa es cuando ya no puedes ni quieres seguir viviendo en ella. Te sientes perdido, a la intemperie, en grave peligro de desánimo y abatimiento si te dejas ir. “Fundar una ciudad y abandonarla luego”. Y al cabo del tiempo, meses, o años, empezarás a agrupar poco a poco materiales precarios para otra casa, otra novela en la que vivir durante un tiempo, otro mundo en el que sumergirse y del que empaparse, para abandonarlo otra vez al cabo de un cierto tiempo. Los libros leídos son más acogedores que los libros escritos. En los libros leídos y releídos sí que puedes quedarte a vivir.