Una novela aspira al resumen completo de algo: una vida, una conciencia, una ciudad, un solo día, una casa, un mundo. Una novela estalla como un universo a partir de una semilla mínima, una imagen o una sola frase o un nombre, y al leerla se siente el vértigo de su materia en expansión, sucediendo en la lectura y en la imaginación del lector de una manera muy semejante a como sucedió en el proceso de la escritura. Las mejores novelas contienen el resultado final y también el flujo intacto del proceso creativo; su proliferación está equilibrada por la fuerza contraria del sentido del orden. La novela tiene que parecer ilimitada y desordenada y azarosa porque el mundo que intenta retratar lo es: pero también ha de ofrecer la sensación de un poderoso orden interno, igual que por debajo de los pormenores y las percepciones de lo real actúan unas cuantas leyes físicas, modelos que se repiten siempre en la infinidad de sus variaciones posibles. No es casual que la gran edad de la novela sea también la de otra forma con aspiraciones semejantes de totalidad, la sinfonía. Las primeras grandes novelas de Balzac y Stendhal son contemporáneas de las sinfonías de madurez de Beethoven. Y la novela y la sinfonía van ensanchando sus ambiciones y rompiendo los límites previamente aceptados con una propensión paralela de desmesura: Mahler y Proust parecen empeñados en un desbordamiento parecido, en duraciones expansivas que podrían no acabar nunca, que avanzan como glaciares arrastrando con irresistible lentitud todo lo que encuentran a su paso. En 1909, en una polémica célebre, Mahler refuta la idea clásica de la sinfonía como afirmación de “elegancia formal” y “lógica profunda” que defiende Sibelius: “¡No! La sinfonía tiene que ser como el mundo. Tiene que abarcarlo todo”.
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